Las protestas siguen en Perú y han avanzado a la capital del país, donde el gobierno trata de retomar el control con una estrategia represiva ejercida por los cuerpos de seguridad estatal.
Marcharon por las calles de la capital de Perú con carteles que decían “No soy terruco” y ondeaban banderas con los colores del arcoíris que están asociados con las comunidades indígenas de los Andes. Muchos corean “asesina” cuando se refieren a la líder del país y cantan himnos sobre no tener más miedo. El jueves, seguían llegando más, y muchos prometieron quedarse para una larga lucha.
La semana pasada, miles de peruanos de las zonas rurales llegaron a Lima para unirse a las protestas locales que pedían la renuncia de la presidenta Dina Boluarte, tras la destitución en diciembre del exmandatario del país después de que intentó disolver el Congreso y gobernar por decreto.
Las crecientes manifestaciones en la capital continúan luego de siete semanas de protestas nacionales que muestran pocas señales de disminuir. Perú se encuentra en un callejón sin salida mientras el gobierno se enfoca en retratar a los manifestantes como peones de narcotraficantes, mineros ilegales y grupos terroristas que intentan sembrar el caos, según Boluarte.
Día a día, parece que las protestas se vuelven más caóticas.
El enfrentamiento actual ha incrementado la polarización del país, que se ha visto convulsionado por lo que ya es su conflicto más mortífero de este siglo.
Desde que Boluarte asumió el cargo el 7 de diciembre, violentas protestas contra su gobierno han paralizado grandes zonas del sur de Perú, cerrando minas de cobre y estaño y obstruyendo carreteras que conducen a Lima y a pueblos de la Amazonía.
Ha habido al menos 57 muertes relacionadas con los disturbios, todas sucedidas fuera de Lima. Cuarenta y seis civiles fallecieron en enfrentamientos entre manifestantes y agentes del orden, incluidas 17 personas durante un día de manifestaciones violentas en una ciudad del sur de Puno, una región rural y fuertemente indígena ubicada en la frontera con Bolivia.
Las marchas diarias en Lima, donde vive aproximadamente un tercio de la población del país de 33 millones, han sido relativamente pequeñas pero han crecido a medida que llegan manifestantes de otras regiones, muchos cargados con sacos de granos y papas.
“Allá nos matan”, dijo José Hilaquita, un campesino indígena aimara de Puno, al explicar por qué había viajado más de dos días para marchar en Lima. “Allá nadie nos escucha. Tenemos que venir hasta acá para que nos vean”.
En gran medida, las protestas han sido lideradas por ciudadanos indígenas, rurales y pobres, hartos de lo que describen como el sistema político disfuncional del país y la discriminación arraigada. Muchos de estos peruanos apoyan al expresidente izquierdista Pedro Castillo, un antiguo sindicalista de un pueblo andino pobre que fue arrestado y acusado de intentar tomar ilegalmente el control del Congreso y el sistema de justicia el 7 de diciembre.
En Lima, los manifestantes han recibido el apoyo de algunos vecinos, mientras que otros los han recibido con insultos. Muchos han sido invitados a acampar en los céspedes y los chirriantes pisos de los gimnasios de las universidades públicas. Otros duermen en oficinas de organizaciones de izquierda o en casas de vecinos.
En el distrito obrero de Santa Anita, en Lima, Rosa Zambrano, una psicóloga jubilada de 74 años, abrió su casa a medio terminar para albergar a 40 manifestantes.
Después de escuchar que se dirigían a Lima, Zambrano se puso en contacto con amigos en Moquegua, la región andina de la que emigró hace 40 años, y preguntó cómo podía ayudar.
“No soportaba pensar que dormirían sin techo”, dijo mientras preparaba una olla gigante de carapulcra, un guiso de cerdo con ajíes, maní y papas, que fue el almuerzo del grupo antes de una manifestación. “Estoy orgullosa de la lucha de mis compatriotas. Hay demasiada injusticia en este país”.
Las donaciones de alimentos de los residentes de Lima, grandes y pequeñas, han ayudado a alimentar a los manifestantes que se refugian en casas grandes y en dos universidades públicas. El rector de una universidad abrió sus puertas para brindarles refugio, mientras que San Marcos, la universidad más antigua de América, fue ocupada por los estudiantes.
Sin embargo, las protestas han dividido ferozmente a la opinión pública en Perú: mientras que el 60 por ciento de los peruanos rurales las apoyan, esa cifra se reduce a menos del 40 por ciento entre los residentes de Lima, según una encuesta reciente.
Algunos consideran que Boluarte ha abusado de su poder ejecutivo para sofocar las manifestaciones y que la corrupción y la desigualdad arraigadas en Perú solo pueden abordarse con nuevas elecciones y una nueva Constitución.
Pero otros dicen que su renuncia solo ocasionará más caos y podría erosionar el ya débil Estado de derecho. “Castillo intento dar un golpe y fracasó. Ahora su gente se molesta y se busca usar la violencia para sacar a la persona que, según la Constitución, debe seguirle”, dijo Eduardo Rivera, administrador de empresas en Lima. “Así no es”.
Aunque la mayoría de los manifestantes marcharon de manera pacífica, muchas protestas realizadas en el sur de Perú terminaron en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad y multitudes que destrozaron oficinas gubernamentales. Los bloqueos de carreteras han interrumpido las entregas de alimentos, combustible y oxígeno médico.
Machu Picchu, uno de los destinos más populares de Perú, ha cerrado sus puertas, asestando un duro golpe a la industria del turismo. El conflicto ha generado pérdidas por más de 500 millones de dólares hasta el momento, según datos del gobierno, y las pequeñas empresas y algunas de las regiones más pobres son las más afectadas.
Las autoridades dijeron que en los últimos días, los manifestantes realizaron ataques simultáneos a aeropuertos en el sur de Perú e incendiaron dos decenas de comisarías de policía y juzgados. En la región de Arequipa, al sur, el fin de semana pasado, una multitud capturó a un policía, lo rociaron con gasolina y amenazaron con quemarlo vivo a menos de que las autoridades liberaran a los presos.
En algunas regiones, grupos numerosos de hombres armados con palos y vestidos como civiles han aparecido para ayudar a la policía a sacar a los manifestantes de las carreteras, lo que genera temores de enfrentamientos entre grupos de civiles.
Mientras lucha por controlar el país, Boluarte ha adoptado una postura cada vez más agresiva y no trata la crisis como un desafío político, sino como una amenaza a la seguridad.
En varias ocasiones, ha comparado las protestas con uno de los capítulos más oscuros del país, un período de dos décadas en el que los insurgentes de izquierda aterrorizaron al país y los militares masacraron a civiles con escuadrones de la muerte.
Ha insinuado que a los manifestantes se les paga para promover las agendas de narcotraficantes, mineros ilegales, contrabandistas y líderes bolivianos de izquierda, y esta semana afirmó que los manifestantes, no los policías, habían matado a otros civiles durante los enfrentamientos. Como prueba, la presidenta citó un video que, según ella, mostraba a un manifestante con un arma.
El gobierno aún no ha aportado pruebas claras que respalden esa afirmación, ni las afirmaciones de coordinación a alto nivel por parte de una organización terrorista o de financiación ilícita detrás de los violentos atentados.
Boluarte dijo que en Puno los radicales violentos habían “prácticamente paralizado” toda la región.
“¿Qué hacemos frente a esas amenazas, señor periodista? ¿Los dejamos que nos quemen vivos como quemaron al policía de Puno?”, dijo Boluarte durante una conferencia de prensa. “Tenemos que proteger la vida y la tranquilidad de los 33 millones de peruanos. Puno no es el Perú”.
En cuestión de minutos, los videos de Boluarte que decían “Puno no es el Perú” circularon en las redes sociales. Luego, la presidenta tuiteó una disculpa.
El sábado, en una extraordinaria demostración de fuerza, la policía usó un tanque para derribar una puerta en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y luego obligó a manifestantes indígenas y estudiantes a que se tendieran boca abajo sobre el concreto. Cerca de 200 personas fueron detenidas y todas menos una fueron liberadas al día siguiente por falta de evidencia de cualquier irregularidad.
“Lo que pretenden es desactivar nuestra lucha”, dijo Brich Huanca, un estudiante universitario de la ciudad de Cusco. “Ella está tratando de instalar la idea de que Perú está luchando contra un enemigo común, contra una amenaza para la sociedad”.
Boluarte insiste en que no renunciará, pero ha propuesto adelantar las elecciones para abril de 2024, fecha que debe ser ratificada por el Congreso con una mayoría calificada, lo que, según muchos analistas, parece poco probable.
Cuenta con el apoyo de legisladores centristas y de derecha y de la mayoría de los medios de comunicación de Lima, así como de peruanos que culpan a los manifestantes por la violencia.
“Se supone que tenemos una democracia para que no suceda todo esto”, dijo Rosa Trelles, vendedora de periódicos en la capital. Ella dijo que sus familiares en una región costera del sur no habían podido trabajar durante semanas debido a los bloqueos de carreteras y que ella ha estado luchando para poder pagar el aumento de los precios de los alimentos.
“Esto se ha salido de control”, dijo. “Quieren golpear a los empresarios pero esto está afectando al pueblo también. Están buscando más muertes para mantener todo su movimiento”.
Se ha visto a peruanos simpatizantes de la desaparecida insurgencia de Sendero Luminoso en las protestas, como suele ocurrir en las manifestaciones a favor de causas izquierdistas.
Perú también es el escenario de grandes negocios de narcotráfico y minería ilegal que emplean a cientos de miles de trabajadores, muchos de los cuales simpatizaban con Castillo, el presidente destituido, y se han unido a las protestas.
“Las cosas no son blanco y negro. Perú es un país cargadísimo de grises”, dijo Eduardo Dargent, analista político peruano.
“Es verdad que hay grupos que quieren empujar la situacion a sus límites”, agregó. “Pero nada de eso quita que hay primero un malestar, que es el que mueve la protesta. Y ese malestar tiene mucho que ver con la forma en que actúa el gobierno”.
Por Mitra Taj
Photographs by Marco Garro
Mitra Taj y Marco Garro reportaron desde Lima, Perú.
The New York Times